domingo, 5 de octubre de 2014

CHINA IV: LOS GUERREROS DE XIAN


Cuando en 1974 unos campesinos, mientras cavaban un pozo, dieron con una cavidad en el suelo y encontraron en ella restos de un antiguo ejército de tierra, el paisaje era un enorme campo de labranza. Hoy es un moderno complejo de varios edificios y amplias zonas de aparcamientos para particulares y autobuses, centro comercial, un circuito cerrado de senderos de asfalto para la circulación de vehículos eléctricos que trasladan a los turistas más vagos los quinientos metros de parque que separan el edificio de taquillas y la zona de exposición, que consta fundamentalmente de un edificio dedicado a museo y otros tres gigantescos en cuyo interior se encuentran las excavaciones, y se expone el increíble ejército de LOS GUERREROS DE XI´AN.



El gran emperador Qin Shi Huang, artífice de la unión de la Gran China, experimentó al final de su vida algo que no había tenido nuca: miedo. Le dio pánico encontrarse en el más allá con todos aquellos enemigos a los que había derrotado en vida. Por eso ordenó construir un ejército de terracota para que lo escoltaran en el viaje. Ocho mil soldados: arqueros, lanceros, caballería ligera (con sus caballos), oficiales e incluso cuádrigas de combate con sus cuatro corceles, están siendo poco a poco desenterrados después de más de dos mil años.


Alguien tan loco como para poner en pie esta locura quiso que su ejército no fuera uno cualquiera, sino los mismos que le habían llevado a la victoria en tantas ocasiones. Por eso todos los guerreros son diferentes tanto por su constitución física como por las facciones de su rostro. Pareciera como si cada miembro de su ejército hubiera servido de modelo para su propia réplica. Tal es el detalle de los diferentes rostros, que nos resultaba más sencillo diferenciar entre sí a los guerreros de piedra que a los cientos de turistas que les hacían fotos.

Cuando llegamos a los tickets hacía un calor insoportable. El sol nos caía en la cabeza como cinco o seis guerreros de aquellos. La gente se agolpaba en las taquillas y en los tornos de acceso, y a juzgar por la prisa que tenían parecía que los guerreros estaban a punto de desfilar. Por los senderos que conducían a los edificios, masas de turistas, la mayoría de ellos al resguardo de parasoles con los bordes de encaje, se apresuraban por llegar a la exposición. Parecía una tarde de jueves santo en busca de la legión. El museo estaba impracticable. Todos los chinos estaban obsesionados por hacer una foto de todo lo que allí había: piezas de cerámica, cascos, restos de armadura de piedra, armas de bronce, figuras de guerreros rescatadas de la excavación, ánforas, carteles de lavabos, extintores, turistas españoles…

A mí me llamó particularmente la atención la primera estatua de terracota. El guerrero tenía un soberbio porte impropio de una estatua, casi natural, y su expresión única realmente daba un poco de miedo, sobre todo al pensar que ese tipo parecía estar dentro de su armadura de piedra. Fue imposible respirar algo de historia allí dentro rodeados de hordas de turistas que se empujaban unos a otros para ganar la posición.



Después de visitar los pabellones dos y tres, lo mejor nos esperaba en el pabellón uno, del tamaño de un estadio de futbol. Apoyados en las pasarelas, miles de turistas quedaban fascinados, al igual que nosotros, ante el espectáculo de unos mil soldados de arcilla en formación de combate para defender a su emperador. El tiempo les venció, los temporales, la lluvia, el lodo y las rocas los enterraron bajo una bóveda de la que ahora resucitan para cumplir su misión de defender la memoria.

Pedro Rojano