viernes, 13 de agosto de 2010

NEPAL VII. El gobierno de los perros

En Nepal, los dueños de la noche son los perros. Muchas madrugadas desde que estoy en este país, me despiertan peleas de perros callejeros. Con sus ladridos agresivos, las manadas defienden su territorio. Aquí es normal, hay muchos vagabundeando por las calles, alimentándose de las basuras y bebiendo de los charcos. Por la mañana los encuentras durmiendo al sol o acurrucados junto a los templos o los rimeros de ladrillos. A veces, al pasar junto a ellos, levantan su cabeza pulgosa y elevan una mirada indiferente y cansina, como quien despierta después de una noche de resaca, como quien regresa de una batalla.
Ya queda menos para despedirnos de este país que se enorgullece de ser el techo del mundo. No en vano, en sus kilómetros cuadrados de superficie se concentran la mayoría de los picos más altos del mundo, entre ellos algunos de los ochomiles legendarios como el Annapurna, Shisha Pangma, Cho Oyu, Kangchenjunga… y el más alto de todos, el Everest. Nepal toca el cielo con los dedos de la naturaleza y en pocos kilómetros es capaz de descender hasta el infierno caótico de sus ciudades construidas por el hombre. Bajo ese techo nevado descienden en torrente sus ríos y riegan un paisaje a veces selvático, y otras veces canalizado en los bancales de arroz que transforman las laderas en mantos aterciopelados. Junto a este cauce, el hombre ha construido sus aldeas de piedra y madera y sus ciudades desordenadas. La religión, hinduista y budista ha servido de argamasa para unir a sus habitantes a lo largo de los años, utilizando principios de tolerancia y sobre todo de satisfecha resignación ante el devenir de los tiempos.
Nepal es un país en desarrollo, y camina torpemente como muchos otros de este continente. La globalización los ha lanzado a una carrera por llegar cuanto antes a un sucedáneo de occidentalización, pero sin pasar por la historia y fundamentalmente por los cimientos de nuestra civilización. Por eso da la impresión que sus ciudades son improvisadas. Las casas destartaladas se mezclan con edificios de cristal y elegantes centros comerciales; los ridículos comercios tradicionales y los puestos callejeros comparten espacio con los establecimientos de marcas y concesionarios de motos; la informática ha llenado los rincones más oscuros y es posible acceder a tu cuenta de correo dentro de un edificio histórico que amenaza ruina. Así, de esta manera se pretende llegar cuanto antes a esos espejismos de confortabilidad que le enviamos continuamente a través de las redes televisivas. Los nepalíes con dinero se pasean con sus impecables todoterrenos, pisando los baches encharcados de sus callejones. Junto a ellos no es raro ver apartarse un ciclo rick Shaw conducido por un escuálido ciclista de piel renegrida y callosa. Nepal es una continua contradicción, como su vertiginoso paisaje, sin embargo ese conflicto aún está lejos de resolverse pues, como ya comenté, la religión se ha encargado de amarrar serenamente esas diferencias.
Todos los días hay cortes de luz, eso sí, están programados por el gobierno para ahorrar energía. Todo el mundo sabe de antemano a qué hora del día se va a cortar la corriente (cada día se cambia el intervalo) Todo el mundo lo sabe, no hay problema. Los negocios turísticos tienen preparados sus generadores de corriente que funcionan con combustible y aquí no ha pasado nada. En unos segundos la luz vuelve a los hoteles, las tiendas y restaurantes, las calles de los barrios turísticos se iluminan como el lunes de feria en Sevilla. En el resto de barrios todo queda a oscuras, los nepalíes, amables y humildes, también tienen preparadas velas y en la intimidad alumbran sus paredes. En esos momentos, solo los faros de los taxis y las motos iluminan las avenidas, las plazas y callejones, hasta que pasadas las diez la ciudad comienza a quedarse desierta. Nepal, una noche más, queda al gobierno de los perros.
Desde Kathmandú, a falta de un día para iniciar el retorno les habló Pedro Rojano.

miércoles, 11 de agosto de 2010

NEPAL VI. HABLANDO DEL TRANSPORTE

Kathmandú está situada en un extenso valle salpicado de pueblecitos que están comunicados mediante carreteras reparcheadas y ligeramente convexas, con el fin de que no las inunde el agua del monzón. Lo ideal para recorrerlo es tomar un taxi TATA, diminutos vehículos del tamaño de esos que no hace falta carnet para conducirlos, pero que son lo más adecuado para moverse por las estrechas calles de la capital (¡de doble sentido!). La mayoría de estos taxis parecen que ya lo fabricaron viejos, pues es misión imposible encontrar alguno con pinta de haber salido recientemente del concesionario. Sin embargo circulan perfectamente, con sus golpes, arañazos, puertas descolgadas, cristales plastificados, asientos sin tapicería, tapicería sin asientos, volantes con el hierro a la vista, palancas de cambio cimbreantes… Es fácil encontrar alguno disponible, pues siempre están a la caza del turista despistado al que llevar a cualquier dirección, siempre por un módico precio que generalmente (si no lo regateas antes de subirte) puede llegar a quintuplicar el precio que pagan los nepalíes. Cuando sales del hotel siempre hay un buen puñado de taxistas que se ofrecen para llevarte adonde sea, y aunque respondas educadamente que no los necesitas, ellos te acompañarán durante un buen rato por la calle sin hablar, como si fueses a cambiar de opinión, como si te estuviesen diciendo… “mira que después te vas a arrepentir”. Tuvimos la oportunidad de ser testigos incluso de uno de ellos que nos acompañó montado en el taxi durante 50 metros a nuestra velocidad.
Cuando decides tomar un taxi, y tras haber negociado el precio, la conversación con el taxista suele ser estandar: ¿qué país?, España, Fifa world Champion, Iniesta, Villa, etc etc. Así hasta llegar al destino después de haber tenido la oportunidad de ver giros increíbles, cambios de carril por evitar un bache aunque venga otro en sentido contrario y obligándole a este a tragárselo, motos que son como fantasmas pues pasan a través de los coches (al menos lo parece), en definitiva, no es una película recomendada para aquellos que le da miedo el riesgo.
Pero existe otra forma de desplazarse por este fantástico país: El autobús de línea. Lo primero es encontrar la parada, puede estar en cualquier lugar de la ciudad. Lo mejor es dejarse guiar por la guía y cuando creas que estás en la calle en cuestión esperar a que pase cualquier autobús. Son microbuses viejos, desvencijados y oxidados que sueltan el humo negro por el tubo de escape con más ímpetu que la chimenea del vaticano cuando no ha habido suerte. La puerta para entrar es única y siempre va abierta. Recolgado en ella un chaval de unos diecisiete o dieciocho años va gritando los destinos a los que se dirige. Nosotros, como no entendemos el idioma, gritamos también nuestro destino, y ellos nos contestan que no o, si hemos tenido suerte, ladean la cabeza a un lado (que es decir sí por estas tierras). Entonces es el momento de subir. Dentro hay mucha gente, el olor a sudor está impregnado en cada átomo del aire. A veces hay suerte y encuentras un asiento, pero poco a poco ves como sigue subiendo gente al autobús y se va llenando más y más. Dices, ¿pero donde se van a meter? Y efectivamente, aciertas, encima de ti: he llegado a tener un culo nepalí pegado a mi oreja mientras que sobre mi pierna se sentaba disimuladamente una mujer con un niño en brazos. No es momento para protestar por el peso, ¡en ese instante solo ruegas que el de la oreja no se desinfle!
Imaginadme así, con un culo en la oreja y otro sobre mi pierna, ahora vienen los baches y socavones. ¡EN EL AUTO DE PAPA, NOS IREMOS A PASEAR.. AAAY! Saltos hacia arriba y abajo, como si estuviera en una cama redonda en medio de una … perdonadme pero con tantos culos a mi alrededor… Una y otra vez, avanzamos hacia delante, hacia arriba y hacia abajo, y el de la puerta cada vez que ve a alguien en la carretera le convence para que entre, que sí que sí, que hay espacio, mira ese turista español de allí, tiene la oreja izquierda libre…
Un poco exagerado ya lo sé, pero menos mal que luego comienzan a bajar y vamos recuperando el aliento. Llega la hora de pagar, el chaval de la puerta se te acerca y te dice con la mano que le “endiñes la pasta” ¿Cuánto? Como no sabe inglés te enseña los billetes que tienes que darle, buena maniobra, en esto son más legales que los taxistas pues siempre pagas el precio estipulado para todo el mundo. Cuando llegas al destino te bajas de esa cafetera y notas como si recuperaras el control de tu cuerpo. A ver, lo tengo todo, brazos, piernas, oreja, sobre todo la oreja, sí menos mal, está en el sitio. Pero aunque pueda parecer extraño, te sientes más satisfecho de haber llegado al destino como un nepalí más, aprendiendo mucho mejor las costumbres y modos de vida de sus ciudadanos.
Desde Kathmandú, con el diploma de usuario del transporte público nepalí, les habló Pedro Rojano.

domingo, 8 de agosto de 2010

NEPAL V. EL TAPIZ

Son las seis de la mañana, hace rato que el sol y la vida han abandonado su escondite. Salgo de mi habitación. Mi vecino ha colocado un trozo de papel pegado en la puerta: “IF YOU KNOW WHERE TO GO, YOU WILL MISS THE CHANCE TO DISCOVER OTHERLANDS” (Si sabes donde ir, perderás la oportunidad de conocer otras tierras).
Subo a la terraza del hotel. Desde aquí arriba puedo contemplar la enorme extensión de la ciudad de Kathmandú. Una ingente acumulación de edificios apelotonados que apenas permiten entrever los huecos desordenados de las calles y plazas. Se diría que se trata de un enorme tapiz abigarrado de colores bordados y remarcado por el verde absoluto de las montañas. El paisaje cenital de la ciudad.
Salgo a la calle. Mi hotel se encuentra en pleno centro de un barrio turístico: Thamel. Todas sus callejuelas, salpicadas de monzón, se encuentran repletas de tiendas a propósito de nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra comodidad… Todo aquello que queríamos encontrar en Nepal está aquí. No cabe decepción alguna. Ellos saben muy bien lo que buscas. Todo ello por un módico precio en rupias, pero antes tendrás que negociar.
Sigo caminando hacia ningún lugar. Quisiera conocer donde me conducirán mis pasos, ¿cuás es el camino a la Kathmandú real? Mis zapatos están convencidos de conocerlo pues sus movimientos son precisos. Resulta fácil reconocer que has salido del ghetto turístico cuando el caos se hace aún más evidente. Las calles no tienen aceras, tan solo las delimitan los edificios y las marcadas acequias a ambos lados por donde discurre un agua embarrada que va a parar a las oxidadas alcantarillas. El tráfico sigue siendo insolente, más aún cuando son nepalíes los que estorban, sin embargo aquí parecen estar acostumbrados. El claxon es un sonido familiar aunque fastidioso. Las motos te rozan por cualquier lado, es imposible huir de sus alas de moscardón.
La ciudad se hace ahora más auténtica. Mucha gente circula en ambos sentidos. Todo es prisa, pero no es una prisa frenética, sino más bien aprendida, habitual, de hormiguero. Flanqueando los callejones se suceden los comercios, ridículos habitáculos cuya mercancía cubre por entero suelos y paredes. En medio, el tendero te sonríe y muestra las palmas de sus manos a modo de invitación. Tiendas de hilos, telas, carne abierta de cordero y pollo sobre mostradores rojizos, churros y samosas expuestas sobre enormes cacerolas de metal, rutilantes joyerías, vendedores de aceite a granel, semillas, ferreterías donde se puede encontrar el tornillo adecuado entre tanta cajita, pastelerías con sus vitrinas repletas, sombríos restaurantes de paredes ennegrecidas y techos bajos con olor a aceite recalentado, farmacias con frasquitos en eficientes estanterías y donde se puede encontrar hasta el papel higiénico, tiendas de discos que son un refugio musical ante tanto ruido, tiendas de té, colmados…
Al llegar a una plaza, no es difícil asombrarte con un templo, ajado y a medio caer que se mantiene en pie de puro milagro. Con sus tejados sobresaliendo sobre la pared del edificio formando cornisas rectangulares que se apoyan en talladas vigas de madera y de las que cuelgan viejos volantes de color burdeos. Los nepalíes pasan junto al templo y se tocan la frente varias veces, justo en el lugar donde llamea un lunar rojo. Con su mano derecha hacen girar los cilindros que se alinean junto a la pared del templo. Todos lo hacen maquinalmente, como si fuese un además atávico que naciera con ellos. El budismo carece aquí del glamour que se le otorga en occidente, de esa pose progre de falso hippy. En Kathmandú la religión es algo natural, tradicional mejor dicho, algo asumido en la vida diaria.
Sigo caminando hacia ningún lugar, a izquierda y derecha, cualquier camino parece conducirme a la Estupa de Swayambunath (también llamada de los monos). Encaramada en lo alto de una colina, tras una empinada cuesta y una interminable escalera de perfecta perspectiva hacia el cielo. Peldaño tras peldaño no encontramos con los gemidos de los mendigos apostados en los laterales y las vendedoras de chucherías y agua mineral del otro lado. Niños harapientos extienden la mano mientras que con la otra te rozan para hacer evidente su presencia. Es un camino donde nos mezclamos nepalíes y turistas. El objetivo de la Nikom siempre a punto, pero ahora no hay otra misión que ascender a pesar de los goterones de sudor que resbalan por el cuerpo. Arriba nos espera una brisa fresca como premio. Multitud de creyentes recorriendo la estupa en el sentido de las agujas del reloj. Comerciantes exponiendo sus rosarios, las imágenes, las antigüedades. Un vendedor de helado corta un trozo que ha sacado de la nevera de plástico, lo pincha en un palillo de dientes y lo ofrece a un niño por 10 rupias. El comercio y la oración conviviendo en el espacio, como en la antigua Jerusalem.
Me detengo junto al muro de piedra que separa la estupa del exterior. Desde allí se puede divisar la ciudad, abigarrada, estática, como un enorme tapiz bordado de pequeños detalles que apenas son visibles a la vista.

Desde Kathmandú les habló Pedro Rojano, saboreando una Pakora vegetal al ritmo de la escritura.

NEPAL IV. ¿QUE SIGNIFICA ALCANZAR UN RETO?: EL HIMALAYA


Edurne Pasaban, Juanito Oyarzabal y tantos otros ya nos han mostrado lo que es llegar al techo del mundo. Verlos en la tele logrando hollar sus botas en las cumbres heladas de los ochomiles llena de emoción y de inquietud por el desconocimiento de hasta qué punto ponen en riesgo sus vidas para alcanzar su propósito.
El hombre siempre se ha fijado los retos más inalcanzables para poner a prueba su capacidad, sus límites. ¿Qué significa alcanzar esos retos? Pues es algo difícil de explicar, supongo que cada uno podrá explicar los motivos que le llevan a tratar de superar los suyos.
La cordillera del Himalaya ofrece extraordinarias oportunidades para poner a prueba esas capacidades de las que he hablado. Multitud de agencias ofrecen caminar a través de sus senderos en caminatas que pueden durar desde 2 días hasta 20 o incluso treinta días. Nosotros decidimos (aconsejados por una pareja de sevillanos) caminar por un sendero que circula alrededor del grupo de picos denominados “Annapurnas” y que se denomina, como no podía ser de otra manera “Around Annapurna”. Diseñamos nuestro paseo en diez días en el que ascenderíamos desde un pueblito a 800 metros de altura llamado Besisahar hasta otro llamado Jomsom de 3.600 metros de altura que se encuentra a 130 kilómetros de distancia del anterior. Esta travesía tiene su punto álgido en el paso de Thorung La que hay que cruzar a falta de dos días para llegar a Jomsom y que se encuentra a 5.410 metros de altura.
Cuando te inscribes en el centro especializado para senderistas, todas estas cifras suenan demasiado frías, desprovistas de significado alguno: 10 días, 5410 mts, 130 Kms… No lo piensas detenidamente. Un simple paseo por la montaña.
Pero cuando comienzas a caminar y las jornadas se van convirtiendo en horas de dura ascensión; cuando el monzón te ignora lanzando su furia sobre los campos de arroz, sobre los pueblos, sobre nuestras cabezas cubiertas por el chubasquero; cuando las botas comienzan a clavarse en el barro… entonces comienzas a convertir aquellas cifras en verdaderos hitos cuyo alcance será toda una meta que nos hará más grandes.
El sendero atraviesa paisajes increíbles de frondosa vegetación junto a un río de color horchata por los sedimentos que transporta y cuyas aguas desesperadas se rompen aquí y allá en remolinos altísimos, junto a él se elevan las montañas por las que transcurrimos. Por ellas descienden elevadas cascadas que dejan caer el polvo de agua sobre el lecho del río. Cruzamos sobre puentes colgantes de hilos de acero y nos adentramos cada vez más en una tierra desconocida, en los dominios de la naturaleza. Cada hora, aproximadamente, el sendero atraviesa un pueblito nepalí con casas de madera ennegrecida y piedra. Prácticamente lo componen las casas a ambos lados del sendero enlosado en esta parte del camino. Carteles anuncian el hospedaje, el restaurante, la tienda… más allá también encontramos establos con búfalos y cabras, casas destartaladas en las que la intimidad no conserva las letras. Huele a humedad, el sonido del río es violento, nuestros bastones repiquetean sobre el suelo a nuestro paso.
Antes de que llegue la noche dormiremos en alguno de estos hostales con habitaciones angostas, con espacio para dos camastros de madera con dos colchonetas, una sábana avejentada y mantas. Hay un baño turco a compartir y en la mayoría de las ocasiones una ducha sin agua caliente, pues la única forma de calentar el agua es con energía solar (ahora casi siempre está nublado) o con gas, y esta última opción es carísima porque las bombonas han de ser transportadas por porteadores.
La cena siempre a base de hidratos de carbono combinados con verduras y sopa de ajo que es buena para la altura (no para las relaciones sociales). A medida que asciendes, los precios de todo van aumentando.
7 días hasta que llegamos al “High Camp Thorung La”, 4.800 metros de altura, el último pueblo antes del paso de Thorung, mucho frío, La niebla cubre el paisaje, los picos ocho miles están ahí detrás, pero apenas los hemos podido ver, siempre las nubes nos lo ocultan.
Finalmente llega el día y la montaña se hace cada vez más indomable. La altura te obliga a dar los pasos cada vez más cortos, las cuestas más empinadas. Ya no puedes tirar de la mochila. Pero está ahí, es el reto, tienes que atravesarlo porque de alguna manera estás consiguiendo superar tus limitaciones y tras ello podrás superar muchas otras. Lo sabes, pero cuesta poner un pie detrás del otro: 4900, 5000, 5100… el paisaje ya está desierto, solo piedras y escarpados, algunos porteadores con su carga sujeta por una cinta en la cabeza avanzan despacio por las rampas. Cada uno lucha consigo mismo, la montaña impone las reglas, falta el oxígeno. Al final te parece imposible cuando contemplas en la distancia multitud de pañuelitos de colores (oraciones budistas) colgadas de un cartel. El cambio de rasante más deseado. Allí está. Tu cuerpo saca fuerzas del vacío. Avanzas, 5400 metros. El texto del cartel dice en inglés: “HAS LOGRADO CULMINAR CON ÉXITO LA ASCENSION, ENHORABUENA. ESPERAMOS VERTE DE NUEVO”
“Ni lo sueñes” digo yo.
Sonia y yo nos abrazamos con el Nessum dorma de fondo. Las lágrimas corren por el rostro. Un brazo en alto. Junto a nosotros se alza majestuoso y amenazador el nevado del Thorung Pic a más de 7000 metros de altura. Blanco como el humo de una pira.
¡LO HEMOS CONSEGUIDO!

Desde Chitwan, a tan solo cuatrocientos metros de altura y rodeado de una selva espesa, les habló Pedro Rojano

domingo, 25 de julio de 2010

NEPAL III. DIFERENTES FORMAS DE ALCANZAR LA GLORIA


Nos montamos en un taxi para ir a Pashupatinath, lugar a orillas del río Bagmati, repleto de templos y donde se realizan las cremaciones de los muertos en Katmandú.
- Where are you from? (a partir de aquí lo cuento traducido)
- De España.
- ¿De verdad?
- ¿Sabes donde está España?
- Claro!!, este año los campeones del mundo!!!
- Pues sí.
- ¿Cómo fue?
- Muy emocionante, la gente en la calle celebrando el triunfo, mucha fiesta.
- Aquí en Nepal también muy contentos. Todos íbamos con España, ese día no trabajé, mi mujer y mi hijo son incluso más forofos de España que yo. Le prometí a mi hijo que si ganaba España le compraría la camiseta del equipo.
- ¿Se la has comprado?
- Al día siguiente, y creo que aún no se la ha quitado. Estaba muy contento.
- Ahora el escudo ya tiene una estrella.
- Ya lo sé, la camiseta de mi hijo la compré con la estrella.
- ¿Al día siguiente?
- Sí, sí (RIE)
- ¡Increíble!
- Aquí en Nepal todo el mundo con España.
- ¿Por qué?
- Son muy buenos jugadores. Son los campeones del “Fair play”.
- Eso es verdad y además son buenos chicos.
- Y el entrenador también, ese hombre que es muy serio… (RIE Y SE LLEVA LA MANO A LA BARBILLA SIMULANDO LA EXPRESION ABURRIDA DE DEL BOSQUE)
Llegamos a Pashupatinath y el taxista nos saludaba como quien lo hace a personas importantes. Qué pena que Cervantes no jugase al futbol, o Javier Marías, o Antonio Muñoz Molina…
Nada más entrar percibimos el olor de la pira funeraria tan reconocible para quien lo ha olido alguna vez. En el aire flota una neblina que proviene del humo blanco y espeso provocado por el fuego. El Río discurre por un cauce empedrado, sin mucha profundidad. Es un río de color fango y sobre él flotan plásticos y guirnaldas naranjas que cubrieron a los cadáveres, aunque un poco más adelante unos jóvenes se tiran a una poza desde un montículo. También unas mujeres están lavando la ropa en la orilla opuesta a las piras. Una incluso se está dando un baño cubriendo su desnudez con un sari de color verde. Muchos niños pequeños corretean mientras sus madres lavan. Junto a las escalinatas que descienden al río se sitúan unas plataformas de piedra sobre las que se colocan los rimeros de leña. Algunos ya están ardiendo. Los familiares esperan junto a la pira hasta que se extinga el fuego, después empujan los restos al río que los engulle como un cocodrilo hambriento, la ceniza flota río abajo y el humo cielo arriba.
Junto al río han colocado el cuerpo amortajado de una mujer, reconocible porque lleva la cara descubierta. Junto a ella un hombre le besa los pies, después las manos y finalmente la cara. Riega con agua del río el cuerpo y posteriormente comienza a engalanar el sudario con tiras de guirnaldas naranja, del mismo color de la sábana que la cubre. Numerosas personas contemplan en silencio el ritual. Los familiares colocan el cadáver en una camilla de chapa y la elevan sobre sus hombros para transportarla hasta la pira. Cuando la depositan sobre la madera, colocan algunos leños sobre ella y la cubren completamente con paja. El hombre comienza a rodear al cadáver en una especie de rito con una vela encendida. Después de unas vueltas prende la pira por el lado de la cabeza. Otros hombres comienzan a expandir el fuego por los troncos más bajos. Al poco rato, toda la pira está ardiendo y el humo blanco huye a borbotones desde el mismo corazón del fuego hasta alcanzar el cielo.
El futbol ha unido países tan lejanos en distancia y en costumbres. La muerte nos une definitivamente. Son diferentes formas de alcanzar la gloria. Mañana nosotros partiremos hacia la base de los Annapurnas para ganar nuestro mundial particular. Desde Pokhara les habló Pedro Rojano con la camiseta de la selección.

viernes, 23 de julio de 2010

NEPAL II. Katmandú, comienza la aventura...


NEPAL II. Katmandú, comienza la aventura…
Katmandú, una de las principales capitales del budismo, está formado por un intricado de calles que se entrecruzan como los tallos de una destartalada hiedra. Los edificios con un máximo de tres plantas ocupan la gran superficie que se ve desde el avión. Completamente rodeada de un paisaje verde natural que se cuela además por dentro de la ciudad, sin respetar aceras o edificios. Los callejones son tan estrechos que discurren sombríos (a pesar del sol monzónico) y por ellos fluye el correr de sus habitantes. La primera sensación cuando el taxi nos traslada al barrio de Thamel es el caos del tráfico. Aquí, como en la India, se conduce por la izquierda, pero se puede decir que esa es la norma general, porque allá donde hay hueco, sea cual sea el sentido, es un buen sitio para circular. Los nepalíes están acostumbrados, tienes que cerrar los ojos a veces porque llega a formarse tal embrollo que serían necesarias varias grúas para retirar los vehículos, pero al abrir los ojos todo se ha “normalizado” y seguimos avanzando… ¿por la izquierda?, ¿por la derecha?... por donde haya hueco!!! Estos conductores circulan tan fluidos como hematíes por la aorta.

El barrio de Thamel, lugar elegido por los mochileros para alojarse, está repleto de hoteles, restaurantes y tiendas, como no podía ser de otra manera. Por sus callejones, además de nepalíes, turistas, bicicletas y rickshaw, circulan alocados motoristas y coches que no cesan de imponerse con sus impertinentes pitidos. Todo es movimiento. Las calles están tachonadas de letreros y luminosos donde se anuncia el restaurante, la tienda de antigüedades, la de bolsos, ropa, souvenirs, instrumentos musicales, mochilas para trecking, agencias de viaje, tiendas de ropa, agencias de cambio, hoteles, pensiones, tiendas de camisetas, galerías de arte, librerías, barberías e incluso alguna consulta dental con una vitrina en la puerta a modo de mostrador donde se exponen elegantes dentaduras postizas y una considerable colección de dientes extraídos y ordenados según tipología y tamaño.
La calle es puro nerviosismo, pura vida. No es posible detenerse. En Asia todo va muy rápido, excepto para el que se detiene en alguna esquina a ver pasar la miseria lo más rápido posible para incorporarse a una nueva reencarnación.
Katmandú es también una explosión de color, a pesar de estar nublado. Las mujeres también se atavían con saris y ropas brillantes: pelo negro azabache, la piel oscura, como teñida de henna y los ojos contorneados con lápiz negro que los hacen resaltar.
Seguimos caminando esquivando aquí y allá las motos, más pitidos; una orquestina tocando en un escalón rodeada de un público curioso y entusiasmado; los templos de tres plantas dedicados a Shiva, Ganesha u otros dioses budistas, se suceden a lo largo de las calles, desvencijados y avejentados de tanta polución y falta de mantenimiento. Destacan los balcones de algunos edificios, labrados exquisitamente en lujosa mampostería y recubiertos de polvo sobre las celosías que cubren las contraventanas. Algunos nepalíes muestran orgullosos sus camisetas rojas de la selección española, tan actualizadas que ya lucen la estrella de campeón del mundo. Me saludan alzando el puño, pues yo también llevo la mía.
Llegamos a la plaza Durbar, lugar donde se coronaba y legitimaba a los reyes y desde la que se reinaba. Durbar significa Palacio. Nos cobran por entrar en la plaza 300 Rupias (3 euros) una barbaridad teniendo en cuenta que aquí puedes comer bien por 150 Rs. Dentro de la plaza el mismo bullicio, el mercado, menos mal que aquí no pueden circular los coches ni las motos. Numerosos templos y palacios se reparten el espacio sin guardar ninguna geometría al igual que la plaza. Al final llegamos al Palacio de la Diosa niña viviente Kumari Devi, una niña a la que nombran Diosa desde muy pequeña y desde entonces ha de estar en ese palacio hasta que llega su primera menstruación. A partir de entonces deja de ser diosa y se convierte en mujer mortal. Sale de vez en cuando a saludar por una ventana, pero nosotros no tuvimos esa suerte, o quizás teníamos demasiada hambre.
Está oscureciendo, las siluetas se hacen más evidentes y nos sentamos en un escalón al amparo de los tejados de un templo. Hemos llegado a Nepal donde la vida discurre encarnizada por las calles. Desde Katmandú, su capital, les habló Pedro Rojano.

miércoles, 21 de julio de 2010

NEPAL I. DE PASO POR LA INDIA


Regresar a un lugar siempre tiene un riesgo para el recuerdo. Si además es un lugar que hemos mitificado en la memoria, ese riesgo se acrecienta. Porque regresar supone siempre una invasión de un terreno fantástico, de lugares que de tan recordados, parecen no haber existido, que se han forjado en la memoria con un fuego interior que ha emanado de las emociones y que después, a medida de ir relatando el viaje han cobrado una intensidad novelada. Es como cuando visitas ilusionado el marco descrito en aquella novela que tanto nos gustó, en los paisajes por donde paseó nuestro héroe o heroína. Todas las imágenes que habíamos dibujado en nuestra mente se desvanecen por el peso sólido de lo real.
Para llegar a Nepal hemos hecho una primera parada en Delhi, como escala necesaria a nuestro destino final. La india nos ha traído el recuerdo de aquella que visitamos en 2007 con todos sus colores y “olores”. Hoy he asistido, probablemente un poco decepcionado, a todas esas imágenes que también percibí en aquel viaje, pero que elegantemente habían desaparecido de mis crónicas y estaban veladas en la memoria. Llegamos al aeropuerto de Delhi a las 6:30 de la mañana. Un velo espeso amortajaba a la ciudad que a esa hora ya mostraba síntomas de cansancio. Hemos vuelto a oler el aroma plastoso a podrido que recorre las avenidas ajardinadas de Nueva Delhi; la misma mierda que se amontona en los arcenes de la carretera; los escombros que protagonizan solares y edificios abandonados diseminados por cualquier calle; idéntico caos circulatorio con la voz histérica de cláxones; los tuc tucs verdes y amarillos con su chapa desvencijada y articulaciones oxidadas; los taxis TATA enanos y chillones que se cuelan aquí y allá aprovechando “la ley del hueco”; las eternas obras en construcción que parecen ya viejas incluso sin estar estrenadas; los andamios de bambú que cuelgan de las murallas del Fuerte Rojo, este año un poco más allá; los mismos meones por las esquinas mostrando sin pudor su churra negra y fláccida, niños descalzos y sucios con la ropa hecha jirones que cazan en la ciudad; hombres escuálidos con taparrabos tirados en las aceras con su cuerpo negro cubierto de polvo; el barro emplastado de las calles, el calor insoportable.
La India que llevábamos en nuestro diario y en nuestro recuerdo estaba ahí también escondida tras los saris coloridos de las mujeres y en las murallas de los palacios (que siguen estando igual de descuidados), pero apenas desterraba la imagen de la otra India, la humana, la real, la que no aparece en las novelas de Marajás.
Mañana viajaremos a Nepal y la fuerza de la India volverá a colorear el recuerdo, pero hoy hemos sido testigos de que el regreso es como una enorme máquina cortacésped que no entiende de emociones.

Con la ilusión de visitar nuevos horizontes, les habló Pedro Rojano.

sábado, 17 de julio de 2010

NEPAL 2010

Este año viajaremos a Asia. Un país por encima de la India y de todo el mundo, puesto que es uno de los países que albergan la cordillera más alta e impresionante del mundo: El Himalaya. Como otros años, amenazo con llevaros conmigo en la mochila para que conozcais los pequeños detalles que llaman mi atención.
Os espero aquí mismo durante el próximo mes

sábado, 20 de febrero de 2010

NADA BAJO LOS PIES

Sevilla, 20 de febrero de 2010

Si te abren la puerta de un avión a 4600 metros de altura, y miras al exterior, no puedes imaginar que pronto vas a estar ahí fuera planeando como un pájaro. Aunque para ser más exactos debo decir que el pájaro realmente planea, pero tú caes a una velocidad de 190 kilómetros por hora. La sensación más parecida es la de estar buceando en el cielo, de ahí viene la expresión inglesa "skydiving".

Un día después aún te queda una sensación de estar cayendo todavía, de no haber puesto los pies en el “puto” suelo, pero supongo que poco a poco irá desapareciendo al igual que lo hicieron todos mis temores cuando Jonno (mi instructor) y yo, posamos suavemente nuestro apreciado trasero en el suelo del aeródromo de La Juliana, cerca de Sevilla.

Había amanecido soleado, con 100% de visibilidad –como diría un piloto- y sin nada de viento. Nada hacía presagiar estas condiciones meteorológicas, pues durante toda la semana llovió copiosamente. En el aeródromo el tráfico era intenso. Nuestro avión, parecido a un carguero de tropas militares con dos motores de hélices y el color de un cuervo, recién aterrizaba solo con el piloto a bordo, el resto de la tripulación caía desde el cielo haciendo piruetas increíbles. Uno tras otro se fueron posando como copos de nieve. Era un alivio contemplar la seguridad de su aterrizaje, el control sobre la dirección y velocidad del paracaídas. Fue el primer respiro antes de firmar un papel que nos pasó una amable señorita en el que Antonio Romero y yo pudimos leer que "asumíamos el riesgo de muerte o invalidez que llevaba aparejado la práctica de este deporte… etc, etc, etc” dejamos de leer la extensa página de letras pequeñas y firmamos como dos auténticos capullos. “No hay nada que temer” decía la chica, “va a ser la mejor experiencia de vuestra vida”, pero el comentario era insuficiente para colorear de nuevo la cara de Antonio que tenía un tono blancuzco pálido, como un yogurt natural pasado de fecha.

Durante diez minutos, con un castellano-english tipo moranco, Jonno, un inglés joven, despreocupado y simpático, nos dio una charla en la que nos explicó las sencillas instrucciones que debe seguir el alumno antes, durante y después del salto. Escuché atentamente, ¡más me valía!, pero os puedo asegurar que si bien eran sencillas de memorizar, se me olvidaron todas quince minutos y 4600 metros de altura después.

Jonno se ayudaba en su explicación de un cartapacio de varias hojas plastificadas con fotos en las que mostraban a dos modelos (chico y chica) que representaban todas las posturas que debíamos memorizar para repetirlas en el salto. En las fotos la chica era la alumna y os puedo asegurar que, porque iban vestidos de paracaidistas, porque en otro contexto aquello no era recomendado para menores. Yo, hice la gracia, y comenté que nosotros ya habíamos hecho todas aquellas posturas, pero siempre en el lado del instructor. Jonno no entendió la broma y continuó con su explicación. Decidí no hacer más chistes.

Cuando ya estábamos listos con nuestro equipo de salto bien colocado, os ahorro la espera –yo me la tuve que tragar-, nos dispusimos en el final de la pista a la espera del avión que regresaba de soltar a otros diez o doce locos por el aire. Subimos al cuervo y despegamos. Yo iba sentado delante de mi instructor, a horcajadas sobre un banco paralelo a otro donde íbamos sentados trece personas. El avión iba tomando altura con su ruido ensordecedor. En ese momento no piensas en nada, tratas de recordar las instrucciones para que todo salga bien, miras por la ventana y comienzas a ver los campos de cultivo cada vez más pequeños, como retales de tela.
A tres mil metros de altura abren la puerta corredera hacia arriba y entonces soy consciente de la locura que estoy a punto de cometer. Te preguntas ¿pero cómo voy a salir yo por esa puerta? Quieres gritar, pero te das cuenta que ya es tarde, prefieres no pensarlo. Cinco de los que iban delante nuestra se preparan en la puerta y se lanzan sincronizados, es muy divertido verlos desaparecer en menos tiempo del chasqueo de los dedos, como si en un coche a cien kilómetros a la hora sacas un papel por la ventanilla y lo sueltas. Piensas, “pronto sabré lo que siente el papelito”, después asocias, “¡Qué papelito!” Pero no puedes rendirte, ya estás a cuatro mil metros de altura, le chocas la mano a tu compañero, al instructor, al cámara que va a grabar mi cara de pánico cuando no tenga nada donde agarrarme, es como una despedida, venga, lo que sea por no pensar. Cuando el avión alcanza los 4600 metros alguien dice “¡Ahora!”, y tira de nuevo de la puerta.
- Pero, ¿no podemos dar otra vueltecita? -murmuras.

¡Venga vamos!, tu instructor te empuja hacia la salida, y no puedes dejar de mirar hacia el suelo miniaturizado y escandalosamente alejado. Ya estás en el borde, no recuerdas ninguna de las posturitas, los ojos no se despegan de esa delgada línea que puede ser... ¿una carretera? El instructor lucha con mis músculos para colocarme en la posición correcta, el cuerpo colgando hacia fuera, las manos cruzadas en el pecho, la barbilla levantada ¡JODERRRRRRR! ¡Ni se te ocurra mirar hacia abajo! El viento te golpea helado en la cara que la debo tener más blanca que un payaso entartado. ¿Piensas en algo? No lo sé, no recuerdo en qué pensaba, no podía separar mi vista del suelo a pesar de las manos del instructor que me agarraban la barbilla. En ese momento había perdido la noción de donde estaban las partes de mi cuerpo: brazo izquierdo, pierna derecha... los huevos debían estar justo debajo la barbilla, por eso no la levantaba.



¡Una, dos tres!



¡AHRGGGGGGGGGGGGGG! ¡POR CASTILLA, POR ENRIQUEEEEEEEEE! Como gritaban los soldados buscando el Unicornio en la novela de Eslava Galán.

Cuando caes, la adrenalina sube mientras tu cuerpo va exactamente en sentido contrario, pero pasa enseguida, de repente notas como si la gravedad no existiese. El suelo permanece igual de lejos y con tus brazos abiertos te sientes flotar, el horizonte curvado de la tierra es suave como un melocotón y dejas de tener miedo. Eres como una vela en un velero, completamente hinchada y avanzando hacia no sé qué expresión, todas las que se me ocurren son demasiado cursis, pero es algo así como “es increíble que yo esté aquí” dominando el cielo con las manos y los pies (claro, y un instructor pegado a tu espalda como una pegatina en relieve).


A los sesenta segundos el instructor te da unos golpecitos en el hombro y ahora sí te acuerdas de que esa es la señal para que vuelvas a poner los brazos en cruz sobre el pecho. De repente notas un fuerte tirón, como si Dios te hubiese cogido por la espalda, y te quedas colgado en el aire, ¡Ay, qué alivio! Todo va más despacio entonces. Ahora sí aprecias cómo la tierra va escalando hacia ti. El instructor mueve el paracaídas con maestría hacia izquierda y derecha, después lo hago yo, es divertido controlar el vuelo como los pájaros. A setenta metros del suelo la caída se hace más apreciable, pero Jonno tira de las cuerdas hacia abajo y extiendo las piernas hacia el frente. La velocidad es tan lenta como en una hoja de papel en el momento de tocar el suelo.



Ya está. De nuevo con los pies en la tierra.