viernes, 18 de septiembre de 2009

TURQUIA V: El Ramadán

Siempre pensé que la llegada del Ramadán, que nos queda tan lejos a pesar de estar tan cerca de Marruecos, era motivo de tristeza para los Musulmanes, pues eso de que no podían comer durante un mes es algo que a mí particularmente no me hace ni la más mínima gracia. Un presentador del telediario anunciaba la noticia y yo me imaginaba a todos los musulmanes del mundo atiborrados de comida para aguantar un mes.
El día que comenzó el mes de Ramadán (con periodicidad de un año menos una semana) coincidimos en Safranbolu con un matrimonio valenciano, viajeros de mochila y con 55 años, que han viajado bastante por zonas de mayoría musulmana. Nos explicaron que los musulmanes en Ramadán cuando no pueden comer es cuando hay luz del sol, es decir que cuando llega el ocaso, ya están preparados, tenedor en mano, para hincarlo en un buen plato de albóndigas o Kebba o lo que sea que no sea cerdo. Durante el día se mantienen con frutos secos y agua; y por supuesto nada de alcohol, tabaco o sexo. Nos dijeron que los turistas debían tenerlo en cuenta porque los restaurantes suelen cerrar durante el día o apenas tienen existencias, como pudimos comprobar.
Estuvimos todo el día visitando el pueblo y cuando el sol se escapó tras la colina, todo se quedó en silencio y desierto. Nosotros nos quedamos un poco perplejos ya que se paró todo el tráfico, en la calle no había rastro de gente y en los comercios, aunque abiertos e iluminados, no se percibía movimiento alguno. Fuimos a los baños turcos y estaban abiertos pero ni había clientes ni nadie que nos atendiera, incluso llegamos a entrar en las dependencias, pero todo el mundo había desaparecido. Parecía que estábamos en la versión turca de “Abre los ojos”.
Poco a poco comenzamos a fijarnos mejor y vimos que dentro de los establecimientos el personal estaba reunido alrededor de una mesa y habían sacado las fiambreras y los termos y comían animados. Nosotros tuvimos que irnos a la habitación del hotel sin nuestro proyectado baño turco, a compartir una lata de atún con unas patatas fritas que casualmente habíamos comprado el día anterior.
El Ramadán es toda una fiesta que se vive durante un mes y se disfruta plenamente junto con los amigos, los compañeros de trabajo y la familia. En Estambul se han engalanado las calles y se han cubierto las mezquitas de luces blancas que emiten mensajes para los fieles. A las ocho de la noche, los parques de Sultanahamet (junto a Santa Sofía y la mezquita azul) se llenan de grupos de gentes que aprovechan el césped para extender los manteles de picnic donde todos aportan sus guisos y manjares para compartir. Me recuerda a un domingo en el campo o en la playa, cuando no queda ni un huequito para poner la toalla. La luz está por todos lados, de forma que parece que sea de día y se puede apreciar felicidad en las caras de los estambulíes musulmanes, nada de la tristeza que yo imaginaba. La mezquita azul era un hervidero de fieles que entraban en masa para rezar, algunos debían hacerlo fuera por carecer de espacio, siempre en dirección a la Meca. Yo evité mirar hacia la meca porque para un español es altamente peligroso, pero de reojo contemplé las series de inclinaciones de los fieles, y aunque no soy musulmán, me entraron ganas de rezar allí mismo para que a mí también me quedase un mes de vacaciones.
Desde Estambul, a falta de un día para que se nos acabe lo bueno, les habló Pedro Rojano, Salam Aleikum

TURQUIA IV: Safranbolu, las casas olvidadas.


En su camino hacia el mar negro, las rutas de comerciantes propiciaron el nacimiento de algunos pueblos que poco a poco se convirtieron en enclaves fundamentales para el comercio. Uno de ellos, situado en las montañas del norte de Turquía es el pueblo llamado Safranbolu, cuyo nombre (con “n” antes de la “b“) proviene del azafrán. A pesar de la sistemática y tozuda occidentalización de Turquía después del nacimiento de la República, de la que ya hablaré en otra crónica, este lugar supo mantener la arquitectura que constituye una de las características más peculiares del Imperio Otomano. Las casas, con estructura de madera y paredes de piedra, tienen unas ventanas alargadas y estrechas con contraventanas de madera. La segunda y tercera planta son más grandes que la planta baja por lo que la casa tiene unas vigas exteriores de contención oblicuas que la mantienen. Estas casas repartidas por una colina empinada que se asienta sobre tres cañones naturales, y unidas entre sí por un laberinto intricado de calles empedradas, conforma un paisaje “alpino” más propio de un cuento de Andersen.

Hemos tenido la suerte (y el dinero) de quedarnos a dormir dentro de una de estas casas que está adaptada como casa de huéspedes. Por dentro, los suelos y escaleras de madera, las paredes blancas con vigas visibles del color del roble, las alfombras cubriendo el piso, las cortinas blancas con adornos de croché, los armarios empotrados, contribuyen a crear esa imagen ilusoria de que estás en la casa de Caperucita Roja. Es obligatorio quitarse los zapatos en la entrada y caminas descalzo por toda la casa hasta llegar a tu habitación. En el interior también hay salones de techos bajos con la calidez necesaria para apreciar un rico te amenizando la charla o la escritura de esta crónica. Lo que llevamos peor es la ducha, pues se trata de un armario pequeño al que se accede subiendo una escalera de tres peldaños que desemboca en un cubículo: cuando cierras el armario, allí te quedas con tu ducha de teléfono en la mano, solo te falta la percha.Lo más interesante de este lugar es contemplar el paisaje de casas e imaginarse las orillas del Bósforo repleto de estas mansiones de madera. En Estambul se quemaron casi todas engullidas por los incendios y la herrumbre del olvido. Abandonadas por ser demasiado otomanas, demasiado diferentes del hormigón occidental. Al menos nos queda Safranbolu para recordar cómo eran, y por supuesto los cuentos infantiles de princesas y manzanas, pastores mentirosos o grotescos patitos.


Desde el salón de una casa Otomana, les habló Pedro Rojano, a punto de probar los afamados baños y masajes turcos.

TURQUIA III: Las ciudades subterráneas

Siglos antes de la llegada de Jesucristo, los pueblos agrícolas y ganaderos de La Capadocia excavaron en el suelo refugios para huir de los enemigos que les atacaban. Podían vivir allí durante días y semanas gracias a ingeniosos sistemas de ventilación a través de chimeneas. Lo fascinante es que esos refugios llegaron a ser tan grandes como para albergar a toda la aldea, y por dentro son auténticas ciudades formadas por numerosos habitáculos que unen estrechas y bajas galerías, las cuales ascienden a la superficie o descienden aún más abajo.


La ciudad subterránea de Derinkuyo, una de las más visitadas por las excursiones de turistas, tiene hasta 20 plantas bajo el suelo, aunque solo se permite la visita a las ocho primeras: creedme si os digo que es suficiente, porque a medida que desciendes por esos túneles tu miedo va creciendo proporcionalmente. La sensación que tienes es de estar en un hormiguero gigante. Cuando llegas a una planta en la que te puedes poner de pie, compruebas que en las esquinas se inician nuevas galerías y accesos a otras plantas y habitaciones, por lo que es difícil hacerse una idea de las verdaderas dimensiones. Las paredes son de roca oscura con rugosidad de cincel, al tacto están húmedas y terrosas.La ciudad de Derinkuyo, que visitamos a la vez que cuatrocientos treinta y cuatro turistas de autocar, disponía de un letrero en la entrada que decía: SE ADVIERTE DEL PELIGRO QUE SUPONE PARA PERSONAS CLAUSTROFÓBICAS, CON PROBLEMAS CARDÍACOS o RESPIRATORIOS. Pero la mayoría de los turistas lo ignoran y entran, por eso a mitad de camino encuentras siempre alguno con cara colorada que trata de salir por la galería de entrada. El interior de la cueva tiene una luz de un amarillo débil y proviene de unos plafones de barcos, de esos que se ponen en las casas para encenderse cuando se va la luz, colocados a lo largo de las galerías y estancias. Eso facilita mucho la visita, ya que con antorchas, velas o linternas es mucho más tétrico, como comprobamos después.
Sonia y yo recorrimos cada pasillo, cada túnel y cada habitación, pero como nos quedamos con ganas de más, al llegar al pueblo de Guzelyurp, nos fuimos a visitar la ciudad subterránea de la que nada dice nuestra completísima guía. Al llegar, un niño de corta estatura, ojos claros y dientes separados, nos acompaña, pero nosotros le decimos que preferimos visitarla solos. El chico pone cara de no entender bien, no sabemos si es porque no sabe hablar Inglés o porque le sorprende nuestra valiente decisión. Más tarde averiguamos que el chaval entendía inglés perfectamente. Allá vamos Sonia y yo con nuestros frontales en la cabeza al estilo minero. No se ve un pimiento y hay que andar con mucho cuidado para no tropezarse con las paredes, menos mal que llevamos linternas. Agachados comenzamos a descender por las galerías (no hay otra forma), y mentalmente vamos memorizando el recorrido ya que no hemos traído miguitas de pan. La caverna está completamente vacía: emocionantísimo si no piensas en cómo vas a salir de aquí. Continuamos avanzando planta tras planta, en un de ellas a nuestra derecha se abre un hueco de rampa que no llega al suelo, por eso tenemos que saltar cuando resta un metro. Suponemos que habrá otro camino para salir porque no podremos volver por este. Esta nueva sala es bastante grande y comprobamos que tiene idénticas distribuciones de las que habíamos visto en Derinkuyo: la zona del comedor, otra para guardar el grano, otra para prensar la uva… En la pared descubrimos aliviados un cartel que dice (CIKIS / SALIDA) pero no hay ninguna flecha que indique (¡¿POR DONDE?!) No existe ninguna otra galería a derecha o izquierda. Únicamente comprobamos que en el suelo hay un agujero negro cuya profundidad no nos aventuramos a calcular, deducimos que sería el pozo por donde sacaban el agua, pero el cartel de salida está justo encima del pozo (¡Arghhhhh!). Sonia y yo nos miramos contrariados justo en el momento en el que el niño de los dientes separados hace su entrada saltando desde la galería por donde habíamos entrado, nos mira con cara de esto-ya-lo-sabía-yo y nos señala el agujero del suelo diciendo ¡Exit, here exit! (Salida, por aquí)


- ¿¿¿QUEEE??- contestamos Sonia y yo con cara de minero novato. El chaval sonríe y se agacha junto al pozo extendiendo la mano: EXIT, HERE!


Me decido a hacerle caso y comienzo a bajar por el pozo ayudado por unos huecos que se alinean a lo largo de la pared para apoyar los pies y las manos. Desde el interior puedo ver con mi linterna que serán unos dos metros de bajada. Abajo solo hay un tubo horizontal en el que cabes tan solo en cuclillas, al final de ese tramo, compruebo que hay otro pozo, pero esta vez hacia arriba. Me pongo de pie, miro hacia arriba, calculo tres metros, me agarro a los huecos y empiezo a escalar, Sonia está justo detrás de mí. Una vez arriba una rampa de unos cinco metros en la que hay que avanzar como un topo para llegar a una habitación que ¡tiene luz solar! Cuando estamos fuera el chaval se despide levantando la mano y con la cara de “adiós-espabilaos”.


Al llegar al hotel aún tengo la duda si estás ciudades se utilizaban como refugio o eran auténticos zulos de tortura.


Desde un hotel de Goreme, construido con ladrillos (nada de excavar en la roca) y con ventanales por donde entra mucha luz solar, les habló Pedro Rojano, el minero arrepentido.